Merluzeando

Desde que tengo uso de razón me he puesto de comer hasta las trancas. He adquirido con el paso de los años la imperiosa necesidad de comer como si fuera siempre la última vez y tuviera que aprovechar a hincharme. Hasta que no siento el estómago a reventar no me quedo saciado. Vamos, que soy un gorufo!

Por otro lado, vengo de una ciudad con la tradición de ponerte pincho con cada consumición. Un pincho generoso. Cada vez que el camarero nos acerca un plato de comida a mi grupo de amigos me lanzo a por el pincho como si fuera una hiena hambrienta. Ya me lo respetan, pero porque me lo he ganado. No es algo que me hayan otorgado por mi cara bonita, sino porque en una ocasión argumenté con ingenio y eso sentó precedente al igual que la jurisprudencia. A ver, me explico:

Estábamos en el mítico bar donde nos reunimos los amigos. Pedimos unas cervezas y nos sacaron un plato con croquetas, una para cada uno, claro. Pero una de ellas era desproporcionadamente grande. No parecía una croqueta, era más bien una almohada rebozada.

Cuando la vi, los ojos se me agrandaron como si fuera un dibujo manga y empecé a salivar pensando en el volcán de sabores concentrados que tendría esa bechamel.

Así que sin pensármelo dos veces le eché mano al croquetón y le di un mordisco (¡qué mal suena esto!).

Un amigo me recriminó que cogiera la croqueta más grande sin dar a los demás la oportunidad de elegir. Entonces yo le pregunté que él cuál hubiera cogido.

-¡¡¡PUES LA MÁS PEQUEÑA!!! – respondió indignado.

– Pues ahí la tienes… – dije tranquilamente señalando el plato.

Hubo un silencio, pasaron unos segundos mientras mis amigos rumiaban mi razonamiento.

Al final ninguno pudo contraatacar ese argumento, todos lo dieron por bueno sin soltar palabra y yo seguí disfrutando de la croqueta más grande conocida por el hombre…