Merluzeando

Nos íbamos haciendo mayores, poco a poco, curso a curso. Cada uno volvíamos del verano con historias diferentes. Uno había estado en el pueblo, otro en un campamento y otro casi se alegraba de que empezara el colegio por aquello de salir de casa cinco días a la semana.

El primer día antes de entrar en las clases, revoloteábamos por el patio como zánganos alrededor de la colmena, hablando con los de un curso más y mirando en las listas a ver si nos había tocado en la clase A o en la clase B. En realidad, no importaba. Lo único importante era saber si te había tocado con tus amigos o no.

Los primeros días fueron pasando y toda la clase (bueno, al menos el sector masculino) estaba esperando a que llegara el Jueves ya que era el primer día que teníamos Historia. Queríamos ansiosamente tener esa asignatura porque los chicos mayores nos habían dicho que la profesora estaba muy buena. El rumor se propagó a velocidad de crucero y la expectación era máxima.

El tan ansiado día llegó y cuando la profesora entró por la puerta una tremenda decepción cayó sobre todos nosotros. La mujer no estaba mal, era rubia, guapilla de cara, delgada, treinta y tantos. Obviamente, nada tenía que ver con las focas marinas o las brujas de verrugas enormes a las que estábamos acostumbrados pero no era la Pamela Anderson que todos pensábamos que venía a darnos clase.

La nueva profesora se presentó y se puso a dar clase tan normal. En un momento dado se quitó el jersey descubriendo ante nosotros dos pedazo de pitones que nos miraban fijamente a los ojos ¡Era algo increíble cómo se le marcaban los pezones a la mujer! No tenía grandes pechos pero sus pezones sobresalían un montón, eran puntiagudos y tenían pinta de ser duros como el acero, capaces de rayar el diamante.