Merluzeando

Si estuviésemos en una película americana, esta chica sería la jefa de animadoras. Ella era la guapa de la clase, la chica más popular del instituto, pero tenía un toque maligno, se creía superior y con la obligación de reírse de todos los demás por el hecho de no alcanzar las cotas de belleza que ella se gastaba. Debía de estar, por lo menos, en 3º de Arpía. Era un bicho malo, pero claro, estaba buena.

Y yo era un merluzín adolescente, un chico normal casi tímido, ni bueno ni mal estudiante, alguien que pasaba indiferente a los demás. No tenía ningún ánimo en ser popular, pero las chicas empezaban a llamarme poderosamente la atención. Mi inquietud hacia el género femenino estaba en plena ebullición.

En fin, que cuando se me acercó la chica ésta con sus encantos pues me dejé embelesar para luego llevarme un martillazo de realidad en la cara. La cosa fue así….

En un descanso de clase, la chica más popular del instituto se me acercó y me dijo con aire provocador que tenía un problema que quizá yo pudiera resolver. Yo estaba asombrado de que hablara conmigo y de que incluso supiera mi nombre así que mi disposición fue total. – Claro, claro, lo que pueda hacer por ti…- Pues ella sin pensarlo dos veces me preguntó que cuántas veces me “tocaba” a la semana.  Lo soltó con toda la naturalidad del mundo.

Parecía interesada en el tema, decía que nadie le daba una cifra exacta, los chicos le decían cosas ambiguas como “depende” “unas cuantas” “muchas” pero nadie le decía un número.

Yo respondí rápidamente: “Muy fácil, siete por tres, veintiuno. Ahí tienes tu número”.

Ella empezó a reírse a carcajadas. Le hizo mucha gracia y yo en un primer momento pensé que había sido gracioso, pero pronto me di cuenta de que me había embaucado. La muy p###!  no tardó en hacer correr la voz y ese curso todo el mundo pensaba que me pasaba las tardes zurrándome la banana. Y bueno, tenían razón, lo hacía, pero tampoco es agradable que lo sepa todo el mundo.

De ese curso aprendí dos cosas:

Uno, que no se puede confiar en las mujeres, y menos en las guapas. “Yo ya no me fío, ni del Caserío” es mi eslogan.

Y  dos, que esa falsa creencia de que la cola era como una goma de borrar, y que si la frotabas mucho se iba gastando, de manera que si le dabas mucho a la zambomba  se te podía caer a cachos, era, pues eso, falsa.

De todo se aprende.