Merluzeando

Me levanté una mañana hecho un despojo humano, era uno de esos días en que no estás para nadie. Me arrastré hasta la cocina e inspeccioné la nevera en busca de algo que llevarme al gaznate pero nada, lo que encontré fue una telaraña y medio limón seco. En la despensa no tenía ni café.

Tendría que salir a la calle y hacer algo de compra. Pero no quería salir de mi letargo. Quería mantener mi estado de semi-inconsciencia. Esa mañana, las legañas serían mis amigas hasta el final,  no las arrancaría de la que había sido su casa. No despertar del todo era mi consigna. Ir como una sucia cucaracha todo el día se convirtió en más que una idea, fue la filosofía del día. Debía mantener mis percepciones al mínimo.

Con mi pijama a lo Arturo Fernández, mis babuchas y mi pelo de “recién despertado” me planté en el supermercado. El de seguridad me miró desconfiado pero yo no le hice caso y cogí un carrito. Me moví entre los pasillos eligiendo productos para ese día. Todo debía ir en consonancia,  mi aspecto y mi dieta debían ser un solo ser. Así que me puse a comprar artículos que fueran poco saludables para mi organismo.

Al llegar a las bebidas alcohólicas estuve tentado de coger una botella de crema de orujo pero al final me decanté por el tinto más barato y empecé a llenar el carrito con cartones de vino. En esto que escucho el grito de un viejo. No le oigo muy bien pero me está gritando a mí y parece enfadado. Pronto me doy cuenta de que le estoy llenando su carrito del mítico Cumbre de Gredos. Balbuceo una disculpa y devuelvo todos los cartones a su estante. El viejo se marcha maldiciendo y me mira como si disparara rayos laser por los ojos. A mí me da igual pero miro alrededor y pienso: ¿Dónde coño está mi carrito?

Encuentro mi carrito en el departamento de congelados. Está solo y triste como un perro abandonado en la cuneta.

Salgo del supermercado cargado de bolsas y al llegar a mi portal, una señora que no he visto nunca me sujeta la puerta para que pueda entrar sin que tenga que buscar las llaves. “Muy amable” le digo. Ella se me queda mirando extrañada. Casi se me había olvidado que iba en pijama…

Llego a mi puerta y es raro pero la llave no encaja bien, entra pero con demasiada resistencia. Forcejeo con la puerta y pienso: “Lo que me faltaba… ¡quedarme tirado en la calle!” De repente, desde dentro se abre la puerta y veo a una señora con rulos que me mira con miedo. Yo no pienso, solo actúo. Trato de entrar y ella me impide el paso. Yo empujo con el hombro la puerta mientras que ella asustada opone resistencia. Yo estoy en modo pánico, una señora con rulos ha entrado en mi casa! De pronto, pienso. Dejo de empujar. No puede ser. ¿Cómo va a haber una señora en mi casa?

Le pregunto: -¿Esta es la escalera B, piso 3, puerta 5, no??

Ella responde: Sí.

Yo: ¿¿Del número 67??

Ella: No, este es el 69.

Yo: Aaaaahhhh! Disculpe, no sabe cuánto lo siento. Pensé que alguien había entrado en mi casa. Lo siento Lo siento Lo siento….

Me marcho de allí abochornado y al llegar a casa lo primero que hago es soltar las bolsas y tirarme en el sofá, siento un alivio infinito. Hogar, dulce hogar. Me rio yo solo pensando en la señora de rulos y nuestro particular tira-y-afloja. Qué susto se habrá llevado la pobre!!

Desde ese día no he vuelto a salir de casa sin darme una ducha y tomarme un café. Si no lo hago no soy persona, y a las pruebas me remito.