Merluzeando

LLego a la consulta del dentista y una señorita con bata blanca me acompaña a la sala de espera donde me insta a que me siente y espere. Cojo una revista y trato de relajarme. El hilo musical es música clásica, es muy bonita (creo que es la banda sonora de La Misión) pero por encima del hilo musical se escucha un sonido agudo y chirriante que llega de la sala de al lado. Algún pobre incauto está sufriendo una tortura con algún tipo de instrumento maligno que hace ese peculiar sonido. ¿Para qué la música tranquilizadora si luego “ese chirriar” lo inunda todo anunciándome los tormentos a los que próximamente me van a someter?

Mi miedo se hace más grande y empiezo a imaginarme la sala de al lado como una sala de torturas oscura y fría, hecha de piedra, iluminada por una antorcha, con extrañas prendas de cuero colgadas por la pared, decorada con cabezas humanas disecadas y con una colección de toscas herramientas para hacerme conocer el dolor hasta límites que ni siquiera soy capaz de imaginar.

Un hombre con una mascarilla (para que no le reconozca…) me dice que ya puedo pasar, me acompaña a la sala de torturas y me dice que me siente en la silla-camilla-potrodetorturas y que me enjuague con un líquido extraño que ha dejado a mi izquierda. Yo me siento y me enjuago, accedo a todo porque creo que oponer resistencia no me va a traer nada bueno. Unas agarraderas metálicas me inmovilizan de pies y manos mientras la camilla se pone ligeramente horizontal. Me siento vulnerable. Estoy a su merced.

El hombre con mascarilla me pone una luz cegadora en la cara, se sienta a mi lado y se acerca para sí una mesita con todo un instrumental que consiste en un punzón, unos bisturís, un machete, una pequeña hacha y un aparato mecánico redondo con púas que me recuerda a lo que algunos utilizan para cortar las pizzas.

Me dice que abra la boca y así lo hago. Creo que el enjuague tenía algún tipo de droga porque me he vuelto más dócil que un corderito. O quizá sea el pavor lo que hace que mi razón no funcione y sea incapaz de reaccionar.

Introduce en mi boca una especie de tubo aspirador (seguramente para que no me ahogue con mi propia sangre). De pronto, vuelvo a escuchar “ese chirriar” y noto un pinchazo cerca de las encías. Me abandono al dolor y paso un rato semi-inconsciente en el que lo único que soy capaz de distinguir es “ese chirriar” (que ya se me ha hecho tan familiar que apenas recuerdo cómo era el silencio).

Una luz resplandeciente en la oscuridad de mi mente.

Ya estás. Ya he acabado contigo. Incorpórate y enjuágate – me dice una voz en la oscuridad. Abro los ojos y estoy desorientado pero hago caso a la voz y me enjuago mientras noto cómo la sangre sale a borbotones de mis labios. He perdido la sensibilidad en la boca…

Salgo de la sala de torturas y una señorita tras un mostrador me dice que le debo cuarenta y cinco euros. Pago sin saber muy bien por qué y me marcho.

Una vez fuera, en el ascensor, pienso en todo el horror que acabo de soportar. No sé por qué me he dejado torturar de esta forma y encima he pagado.

Creo que me han lavado el cerebro. Alguien (allá arriba) maneja los hilos y yo no soy más que un simple títere.